Nunca
habían sido tan largos los 10 metros que separaban la habitación de mis hijos
de la puerta hacia la calle. Con dos pequeñines en los brazos y otro agarrado
de mi camisa y su madre cargando a un cuarto recién nacido surcamos una
oscuridad interminable teniendo como acompañante tras de nosotros el estrépito
de artefactos cayéndose y vidrios rompiéndose. A lo lejos la puerta de fierro
se estremecía y en el lapso que la alcanzaba pensé que no se abriría. Gracias a
Dios no fue así.
Ya
afuera el panorama no era menos dantesco: árboles en frenético movimiento,
pistas surcadas por olas, postes en vaivén interminable y cables que parecían
querer descolgarse y ganar el suelo. Rodeado de casas de dos pisos en una calle
estrecha y con un arco de cemento a pocos metros me pareció entonces por
primera vez que vivíamos en una trampa.
Pasado
el movimiento más fuerte sin luz eléctrica, sin comunicaciones, con gente
llorando arrodilladas en la calle clamando a Dios aplacar su ira, con los
colchones y frazadas en la calle, y a pesar que desde entonces la tierra se
siguió escarapelando cada 10 minutos agradecí por que el terremoto del 2007 no
nos hizo nada. Estábamos juntos y bien, asustados pero bien.
Por:
Cañete Hoy
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